viernes, 17 de marzo de 2017

CIENCIA Y TÉCNICA EN EL ÁMBITO DE LA FE




La relación entre fe y ciencia se reduce con frecuencia a esta fórmula: creer significa no saber o saber de manera meramente provisional. Con esto no sólo se determina la diferencia entre ambas, sino que se ofrece una clara caracterización donde la fe queda despreciada. Si ciencia significa un conocimiento fundado y seguro, si conocer equivale a la apropiación intelectual de lo que es y si la fundamentación de tal conocimiento descansa en la experiencia, entonces parece que la fe decae sin esperanzas ante la ciencia. En este caso, creer significa expresamente la renuncia a la experiencia, significa asumir afirmaciones y opiniones en virtud de la autoridad y del testimonio de otro. O dicho de otra manera, la fe es más fe, cuanto más es fe ciega.
Así las cosas, la realidad que se da en la fe, especialmente en aquella por la que se cree en Dios y en la fe cristiana, es la esfera de lo invisible, de lo inaccesible e incontrolable, que parece aproximarse a “lo irreal”.
Frente a este situación, el hombre concreto tendría estas dos opciones: o bien afirmar la existencia de una doble verdad, o bien el intento, parecido a lo anterior, de separar la fe y la ciencia en sus actos y en sus objetos, de manera que no hubiera ningún puente que uniera a ambas.

Los límites explicativos de la ciencia.
En el mundo de la ciencia, los científicos no tienen miedo en admitir que se mueven y limitan constantemente con las dimensiones del misterio, en el que la materia medible no se deja aferrar del todo por nuestros instrumentos e insinúa sutilmente un horizonte infinito de posibilidades.
Ahora bien, si esto es verdad para la “fe humana”, ¿qué se puede decir acerca de la “fe cristiana”, o bien, de la fe, que no es sólo confianza ante lo indemostrable, ante lo que excede a nuestra razón, sino que, más bien, se presenta como confianza ante una serie de verdades reveladas por Dios mismo como ciertas? 
Aquí también podemos afirmar sin problema alguno que la ciencia no contradice, ni podría aún queriéndolo, contravenir a la revelación religiosa. Porque en el fondo, del estudio de la materia en su actividad, no podemos extraer ninguna consecuencia fuera de decir cómo actúa y se comporta. Esto significa, simple y llanamente que el ámbito de la ciencia es limitado, y que su límite será siempre la actividad de la materia que puede comprobarse experimentalmente (aún cuando nos falte hoy la tecnología para hacerlo).
Por tanto, preguntarse a nivel científico si Dios existe o no, o si dijo o hizo tal o cual cosa, es ya de partida un problema mal planteado, pues se pide una respuesta que va más allá del campo de estudio de la ciencia y de las premisas que ella misma exige para considerar como valida dicha afirmación.

Los estudios teológico-filosóficos.
Un campo donde sí podemos en cambio afirmar y debatir tales contenidos sería el de los estudios teológico-filosóficos, donde la experiencia religiosa del hombre que en la historia se abre al misterio de Dios, puede ser tratada con un lenguaje y una serie de premisas más amplias que las del lenguaje científico.
Todo el ámbito de la actividad social, familiar, ética, artística, literaria, queda fuera del alcance de la ciencia, porque excede los parámetros de lo calculable y experimentable. Y sin embargo, todos estos ámbitos son el fundamento de nuestra cultura, de la dignidad humana, de las actividades que más nos cualifican como personas. O en otras palabras, como dice Carl von Weizacker, “si yo veo una puesta de sol puedo, mediante la espectroscopía física, explicar la intensidad de las diversas longitudes de onda que producen los colores hermosos del atardecer, y dar una razón de por qué ocurre así, pero no puedo dar una razón científica de por qué me gusta contemplar ese espectáculo. El que la puesta de sol sea hermosa no lo describe ninguna ecuación, no es algo cuantificable”.
En realidad, lo más grande que pueden y deben hacer las ciencias por el hombre es encontrar un camino para servirle y permitirle vivir su vida íntegramente, de tal manera que, a través de una mayor comprensión de la realidad en su dimensión cuantificable, pueda responder y vivir más plenamente las preguntas “de fondo” que caracterizan su existencia: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida?
Estas preguntas “de fondo” tienen su origen común en la “necesidad de sentido” que siempre acucia el corazón del ser humano y sin cuya respuesta no puede vivir plenamente la vida. De hecho, “de la respuesta que se dé a tales preguntas depende la orientación que se dé a la existencia” (San Juan Pablo II, Encíclica “Fides et ratio”, nº1).
Por eso, si las ciencias dejan de ayudar al hombre a responder integralmente a dichas preguntas y a vivir coherentemente según una auténtica respuesta de las mismas, acabarán por impedir que éste alcance su felicidad y la realización de su persona que tanto anhela.

Cuestiones.

1. ¿Qué consecuencias tiene para la articulación adecuada de las relaciones entre fe y ciencia la afirmación de que “creer significa no saber o saber de manera meramente provisional”?
2. ¿Puede la ciencia contradecir a la revelación religiosa? Explica por qué.
3. ¿Puede la ciencia afirmar o negar la existencia de Dios? ¿Dónde se sitúan concretamente los límites de la ciencia?
4. ¿Qué ámbitos de la vida humana quedan más allá de los límites de la ciencia?
5. ¿Desde qué campo sí podemos en cambio afirmar y debatir tales contenidos?
6. ¿Cuáles son las preguntas “de fondo” o “de sentido” comunes a todo hombre?
7. ¿Qué servicio puede prestar la ciencia al ser humano en relación con tales preguntas “de fondo” o “de sentido”?

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